Érase una vez, una pequeña isla, que
flotaba en el mar, allí donde las estrellas, se ven más relucientes que en
ningún lugar de la tierra, vivía Molakai, y su hermana kanaloa, con sus padres
una joven pareja, del color de la papaya, bronceada por el sol.
La isla rodeada de gran vegetación, de
robustos árboles,
Altas palmeras, de playas de arenas
blancas y cremosas, como los polvos de talco, verdes y escarpados acantilados,
un mar de un azul cristalino, de aguas serenas, sembradas de arrecifes de
coral, y una gran cascada que caía de la cima de la montaña, donde tienen su
morada los dioses que gobiernan el mundo, un paraíso perdido de volcanes
humeantes.
Molokai y la pequeña Kanaloa, iban todas
las mañanas a recoger el ámbar de los árboles, con el que hacían collares,
pulseras y adornos para los hombres y mujeres de su aldea, que lucirían en las
fiestas del Hula Hula.
De pronto un estruendo horrible, pareció
partir la tierra en dos, el cielo se oscureció y del volcán salían gigantescas
llamaradas de fuego, las piedras al rojo vivo eran arrojadas al mar formando
grades nubes de vapor que se podían ver desde el otro extremo de la isla.
Los niños corrieron aterrorizados para
alcanzar su poblado, y atónitos pudieron comprobar, que efectivamente la isla
se había partido en dos, y ellos habían quedado en una porción de tierra
separada por un mar, que hervía a borbotones.
Molokai abrazó a su hermana, de momento
sería imposible nadar hacia la otra orilla, la distancia era grande y él muy pequeño,
ya pensaría en cómo salir de allí cuando las aguas se enfriaran,
Con la ayuda de kanaloa construyó una
cabaña de hojas de palmeras, que ató con lianas de los árboles, encendieron un
fuego, como tantas veces habían visto hacer a sus padres, después de comer los
frutos, que tan sabiamente les proporcionara la maravillosa naturaleza, dulces
mangos, verdes aguacates, ricas bananas, y agua de coco, todo ello les serviría
para no morir de hambre ni de sed, mientras tanto fuesen a rescatarlos.
Molokai no tenía miedo, estaba
familiarizado con todos los ruidos de la isla, pero Kanaloa extrañaba mucho a
su mamá y a su papá y cayó en una profunda tristeza que hasta le quitaba las
ganas de comer, se aferró a la idea de que nunca más los vería y se quedarían
allí solos para siempre.
Molokai pensaba en cómo ayudar a su
hermana, y la solución le vino del cielo, nunca mejor dicho, le cayó encima una
enorme hoja verde y lisa del árbol en donde estaba apoyado, ¡Mana ¡ el espíritu
que vive dentro de todas las cosas que transforma en sagradas la tierra, el
mar, las plantas, y cada criatura, venía en su ayuda, y lo vio claro.
Miró la hoja y después al fuego y al
instante lo supo, cogió una pequeña ramita del suelo, la calentó hasta ponerla
al rojo y fue quemando poco a poco la superficie de la hoja hasta hacer un
dibujo, luego la echaría al mar, la corriente la llevaría hacia la otra mitad
de la isla.
A poca distancia de allí, su madre
esperaba alguna señal, y le regalaba flores al mar, pidiendo que les devolviera
con vida a sus pequeños.
Se levantaba con el sol y caminaba hacia
la playa, sin perder la esperanza de encontrarlos, así dia tras día, su tesón y
perseverancia se vio premiada. Vio acercarse una gran hoja verde, el viento y
las olas, la arrastraba a la orilla hasta depositarla en las blancas arenas.
La cogió para verla de cerca, un extraño
dibujo le llenó el corazón, dos niños cogidos de la mano, sobre una pequeña
porción de tierra, que estaba justo enfrente de la montaña sagrada.
¡Su isla, era su isla! sus hijos estaban
vivos, cuando la tierra se partió en dos quedaron separados por el mar, y su
pequeño Molokai se las había ingeniado una vez más, los dioses y su poderosa
imaginación habían venido en su ayuda.
Y de esta manera tan creativa y singular,
logró comunicar en qué lugar se encontraban.
Cuando el mar se enfrió, su padre cogió
una canoa y remando llegó, donde estaba su querido Molokai, Y su adorada
Kanaloa, llevándolos sanos y salvos, de nuevo a casa, donde les dieron la
bienvenida colocándoles los leis, ese era nombre que le daban a los collares de
lindas flores, y se los colgaron al cuello, como habían hecho desde siempre sus
antepasados.
Molokai les obsequió con las pulseras y
adornos que había confeccionado con el ámbar que habían ido a buscar.
Así fue, como ayudó a salir de su letargo
a la pequeña Kanaloa, que contenta se puso crear hermosos collares para su
mamá, segura de que algún día irían a buscarlos, y todo sería como antes de que
la montaña escupiera fuego, con una diferencia ahora había dos maravillosas
islas y la mas pequeña desde entonces le llaman Molokai, si quieres puedes
buscarla en un mapa.
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